domingo, 11 de diciembre de 2016

VIAJE A PERU. ENTRADA 7. PIURA-COLÁN

Plaza de armas de Piura
Nuestro segundo destino en Perú es la ciudad de Piura, a la que, ya era hora, venimos por estrictas razones de trabajo. Pasamos del sur al norte, de las estribaciones de los Andes a la playa norteña, de la frontera con Bolivia a la de Ecuador, de los quechuas a los amerindios, del fresquito de las montañas al calor veraniego del Pacifico, del rosa al amarillo como dice el dicho.

Piura es conocida como "la ciudad del eterno calor". Su Plaza de Armas es una de las más antiguas y bellas del país, tiene típico corte español cuadrado. En uno de sus laterales domina una hermosa catedral construida en la época colonial que conserva sus retablos.  En la plaza hay una multitud de árboles, ficus, poncianos, cucardas, crotos, tamarindos  y papelillos. Piura es grande, más de 450.000 habitantes, y está partida por la mitad por el río de su mismo nombre.

Nada más llegar, con el tiempo justo de dejar las maletas en Intihotel Piura, en pleno centro de la ciudad, a escasos cincuenta metros de la Plaza de Armas, cogemos un taxi que nos lleva a la primera reunión de trabajo con los estudiantes de la universidad que están aquí. Desayunamos todos juntos en una de las casas donde se hospedan, y Ana y Eva tienen una larga reunión con ellos.


Desayuno de trabajo

Lo primero que nos impacta de Piura es el ruido ensordecedor de sus coches, su constante pitido. Prácticamente todos los coches están cortados por el mismo patrón, muy pequeños para poder moverse con soltura por las angostas calles del centro. A este tipo de coches les llaman “ticos”, son extremadamente ruidosos y curiosamente todos, en un momento u otro, se reconvierten en taxis. No importa que lleve el distintivo de taxi o que no lo lleve, que sea el coche de un particular o que sea un taxi oficial, pero tú caminas por la calle y todo coche que pasa por tu lado te toca la bocina con un clásico y corto pi-pi ofreciéndote sus servicios para llevarte donde te apetezca. Si en lugar de pi-pi es un continuado pipipipi… entonces no es a ti a quien se dirige, es que están dirimiendo un problema de tráfico entre ellos. Esto en el casco antiguo, porque fuera de él, los que mandan son los mototaxis; baratísimos y omnipresentes en todas partes.


Motocarros por un tubo

Basten dos referencias para entender en profundidad de lo que estamos hablando:

·         De acuerdo a las cifras ofrecidas  por la municipalidad, más del 50% de vehículos de Piura que ejercen de taxi son “piratas”. La mayoría de estas unidades está en mal estado o ya cumplió su periodo para circular y son protagonistas del caos y los accidentes que se producen todos los días. Es decir, de 10.000 taxis que hay en la ciudad 6.000 son ilegales. Esto entre los que llevan el distintivo de taxi, de los coches particulares que se te ofrecen  ni te cuento, morena. En cuanto a los mototaxis (motos con una estructura posterior habililitada para llevar hasta dos pasajeros) hablamos de que 15.000 de los 20.000 existentes son ilegales.

·         El 5% de piuranos, es decir aproximadamente 25 mil personas, sufren hipoacusia, o disminución del nivel de audición por efecto del ruido. Esta pérdida parcial del oído se debe fundamentalmente a la contaminación sonora generada por vehículos.


Carros, mototaxis y pitidos al tuntun

Después de la reunión de trabajo y tomando como referencia los consejos buscados en internet, nos hemos ido a comer al popular restaurante La Tomasita donde, entre otras cosas, nos hemos comido, como hacemos siempre,  un espectacular cebiche y hemos descubierto una nueva joya culinaria: un tacu-tacu para quitarte el sentido. Hemos probado algún otro plato que, eclipsados por los dos anteriores, ahora mismo ya no me acuerdo. El tacu-tacu consiste en arroz cocido y restos del día anterior mezclados hasta formar una masa homogénea bajo el calor de una sartén. Los restos utilizados suelen ser el frijol y las lentejas. Hacia el final de la cocción se suele freír la masa para que quede crujiente. Se sirve acompañado de muchas cosas, en nuestro caso fue de una salsa de pescados y mariscos. Cojonudo, este estaba cojonudo, no sé si todos estarán así, pero este de matrícula.


Tacu-Tacu de La Tomasita

Ahítos, paseito hasta el hotel y descanso. Al llegar, la recepcionista del hotel nos ha dado una invitación a cada uno para canjear por una copa (cerveza, pisco,  tres botellitas de agua, etc) en el restaurante. Trueque que podemos hacer durante nuestra estancia aquí. Eva y Ana se van a otra reunión con tres voluntarios que están con otra ONGD distinta de la de esta mañana, SOLCODE. Viendo la tele mientras holgazaneaba, veo a Mireia Belmonte ganar la primera medalla de oro de las olimpiadas de Brasil.  ¡España, España, España!

Cuando salimos, ya atardecido, descubrimos una ciudad en total ebullición. Aquí, gracias a Dios, no hay turistas por millares como en Machu Pichu. Nosotros no contamos, nosotros nos mimetizamos con el ambiente que es una pasada, ríete tú del leopardo de las nieves. Todo el mundo está en la calle y la actividad comercial está en plena efervescencia. Las aceras son un hervidero humano. Digo acera y solo acera porque el asfalto sigue siendo potestativo de coches y sus eternos pitidos, y Dios te coja confesado si osas bajarte del protector acerado. Pones un pie en el asfalto y te llueven los pitidos de los coches que transitan por la calle, ofendidos porque le estas profanando su espacio vital. Manda huevos. Por todas partes hay multitud de minúsculos puestos donde ofrecen todo tipo de dulces caseros, sobre todo de cocos. No llegué a probarlos por temor a la venganza de Garcilaso, ahora me arrepiento de haber sido tan pusilánime.


Dulce casero de coco

En las calles aledañas al hotel, hay multitud de tiendas de ropa, enormes, y con un sinfín de empleados a tu disposición. Su estética recuerda a las tiendas que había en Sevilla hace treinta años, por la calle Puente y Pellón. Como no podía ser de otra forma, mi mujer me ha hecho recorrer alguna de ellas y esperarla mientras  se probaba un tocho de prendas de las que se ha quedado con algunas. ¡Dios mío, que le gusta a una mujer una tienda de ropa! Luego, de vuelta al hotel, cuando le ha comunicado la buena nueva a Ana y Eva, les ha faltado tiempo a ambas para repetir la operación. Mi hija no, ella ha decidido que hoy no sale y que se queda en el hotel descansando de no hacer nada.

Acabamos la noche paseando por la Plaza de Armas, imbuidos en el perfume de tamarindos,  crotos, cucardas, ficus, poncianas, y papelillos y por último acomodados charlado y tomándonos unas cusqueñas en uno de los muchos restaurantes de la zona.

Al día siguiente tenemos playa, el único día de playa de todo nuestro viaje. Suerte que es domingo o no la pisamos.

Empezamos cogiendo un taxi que por unos soles nos lleva a una de las estaciones de autobuses de la ciudad, apenas un decrépito corralón donde malamente caben un par de autobuses. Compramos por 6 soles (1.70 euros) un billete de ida y vuelta Piura-Paita, trayecto de 53 kilómetros, para desde allí dirigirnos hacía las playas de Yacila o Colán. La primera idea era Colán pero un taxista nos ha convencido de que Yacila es mejor opción. El autobús sale cuando se ha ocupado su último asiento, ni antes ni después. Aprovechamiento máximo de los recursos.


Playa de Yacila

La carretera transcurre por un paisaje semidesértico, de tierras muy blancas, con los arcenes convertido en auténticos basureros. Cuando salimos de Piura y durante muchos kilómetros, observamos muy sorprendidos que los campos alrededor de la carretera están erizados de pequeñas casitas de madera o cañas apenas esbozadas. Construidas con cuatro tablones de madera delimitando un cuadradito y un chamizo de cualquier cosa para protegerse del inclemente sol. Llegando a Paita ocurría lo mismo. Posteriormente nos informan que son “invasores”, familias venidas de no se sabe dónde, que escogen un terreno y lo ocupan sin que nadie les diga nada. Poco a poco van transformando sus precarias viviendas en casas de adobe, cemento, etc.

En la estación de Paita, otro callejón estrecho y maloliente, espera una flota de coches y “van” para quien quiera ir a la playa. Negociamos a cara de perro con el dueño de una “van” que nos lleva a Yacila y nos trae de vuelta por 40 soles. Yacila es un minúsculo pueblo de pescadores asentado en una ensenada con forma de herradura delimitada por un farallón de piedras en uno de los  extremos y el puerto pesquero en el otro. Junto al puerto un grupito de pescadores cómodamente instalados en balsa de madera se afanan en remendar redes, ajenos a todo lo que sucede a su alrededor. Apenas nos dedican una mirada entre puntada y puntada.
Balsas de madera y pescadores remendando redes. Los pelícanos observan

La playa es de guijarros gruesos y no hay un alma, sólo un numeroso grupo de pelícanos chapotea en el agua. La verdad es que no sé muy bien que esperábamos si aquí es invierno pelado.

Por todas partes hay toscas balsas de madera, cuatro palos mal amarrados con restos de redes, romos por las puntas de tanto arrastrarlos por la playa de gruesos guijarros. Supongo que será el rudimentario medio de transporte que utilizan los pescadores para arribar a los grandes barcos que están fondeados en el puerto a unas decenas de metros de la orilla. Huele a pescado tela marinera.


Rocío en Yacila

No nos convence y, por otros cuarenta soles, nos largamos a Colán.

                Colán es otra cosita. Conocida como la Esmeralda de Colán por la belleza de su océano, esta playa, ubicada a 63 kilómetros de Piura, es uno de los balnearios por excelencia de los piuranos, donde las casas levantadas sobre pivotes, están construidas de madera y prácticamente metidas en el mar. Colán mira por un lado al Pacífico y por su parte de atrás a un amplio conchal prehispánico donde se ubican restaurantes, hoteles y operadores turísticos que ofrecen actividades acuáticas. Pero también una de las iglesias más bellas y la más antigua que existen en  Perú: el templo de San Lucas.


Ana, Eva y Eva en la puerta del templo

La iglesia, la más antigua de todo Perú, de estilo barroco y construida con barro y piedra caliza de origen marino, fue levantada por los dominicos sobre un adoratorio de l a época Chimú. Su interior es de madera, igual que su altar, que está formado por cuatro columnas salomónicas, y en sus paredes descansan imágenes de santos y vírgenes en roble y cedro, algunas de gran antigüedad.

La playa es de arena fina y de una anchura ridícula. Cuando hay marea alta prácticamente no hay playa ya que las construcciones llegan hasta la misma agua.


El Pacífico

Todo está ocupado, y el acceso a la playa se reduce a tres o cuatro callejones de arena, diminutos y estrechos, entre dos construcciones, eso si el callejón no está ocupado por una barca. Todas las casas tienen una amplia terraza, sustentada sobre pivotes de madera hincados en la arena, sobre el mismo mar. Un lujazo tumbarte en una hamaca en una de estas terrazas con una copita en la  mano mientras las olas van muriendo lentamente debajo de ti. Todas son casas privadas, dicen que de pitucos, pero yo creo, por el Parente abandono de muchas de ellas, que los pitucos hace tiempo que se fueron de aquí hacía las playas del sur de Lima.



Alguna ventaja tienen que tener estas construcciones. Una es que debajo del suelo de las terrazas y entre los pivotes de madera se está de lujo, fresquito,  fuera del alcance del sol. La otra es que hay millones de cangrejos de todos los tamaños entre las piedras y los palos,  subiendo y bajando en un baile eterno. Me lo paso pipa viéndolos en su constante deambular. Me comentan que la nueva ordenanza municipal va a obligar a demoler todas estas casas para recuperar un mínimo espacio donde construir un paseo marítimo, que las expropiaciones ya están firmadas. Me da a mí que la cosa no va a ser tan fácil y que largo me lo fiais.


Pelícanos en la playa
  Comimos en un buen restaurante y después periplo de vuelta al hotel, primero en la misma  “van” que nos trajo hasta Paita y luego en bus a Piura Hicimos el trayecto amodorrados. Hotel, ducha, un pelín de reposo y a la calle de nuevo a patear la ciudad. Antes de salir del hotel decidimos que nos íbamos a tomar un Pisco con las invitaciones, pero nos encontramos con el restaurante cerrado, en recepción nos comentan que precisamente hoy están de limpieza general y está cerrado. Mala suerte colega.

               Desde que llegamos a Perú hemos oído hablar mucho de las “chifas”. El “chifa” es un término utilizado en  Perú para referirse tanto a la cocina traída y adaptada al paladar local por los inmigrantes chinos, a finales del siglo XIX, como para denominar a los restaurantes donde esta comida es servida. El origen del término “chifa” provendría de la combinación de los términos cantoneses “chi” y “fan” que significan, respectivamente “comer” y “arroz”. El término habría surgido en la década de  los 30 entre los limeños al escuchar a los chinos utilizar la voz “chifan” como llamada para comer en las fondas que ellos regentaban. Hoy día forma  parte de la gastronomía de Perú.

                Bueno, pues decidimos que esa noche íbamos a cenar en un “chifa” y apostamos por uno de ellos, Chifa Taipa, bastante conocido y recomendado por el santo grial gastronómico que es TripAdvisor y dicho y hecho, allí nos encajamos en un santiamén .


Dos platos chifa

El local es enorme y está abarrotado. Después de una mínima espera, nos acomodan y atienden con una celeridad pasmosa. Pedimos nuestra protocolaria cerveza y tres platos para los cinco y el camarero nos miró con rictus de extrañeza marcado en su cara por pedir tan pocas viandas. La comida no nos pareció nada del otro mundo, en realidad  más bien dejaba bastante que desear: mucha cantidad, excesiva salsa y todo groseramente cocinado, sin sutileza ni refinamiento. Todos los platos sabían igual.

Durante el rato que estuvimos allí, disfruté de unos de esos momentos impagables observando disimuladamente la mesa de al lado. Llega una familia de al menos diez personas, todos mayores y todos de buen ver con alguna arrobilla de más per cápita. El ambiente entre ellos es festivo y cariñoso, familiar. Empiezan pidiendo tres botellas de dos litros de Inka Cola y una de vino que rápidamente se zampan entre brindis y efusivas felicitaciones dirigidas a una de ellas. En un momento dado hay un atisbo de cante, un conato de cumpleaños feliz, pero no cuaja.

El camarero, después de servir las bebidas, empieza a traer no menos de quince enormes platos de comida (arroz, carne, marisco, chicharrón de pescado, yo que sé) y los va depositando como puede entre las mesas. Cuando acaba de servir, en las tres mesas que ocupan, no hay el menor de los huecos. Un festín pantagruélico rodeado de ávidos comensales prestos a devorarlos, pero nadie ha tocado la comida. Y de pronto, zas, como una hambrienta jauría de licaones, a una señal imperceptible, se lanzan en pos de los manjares sirviéndose y pasándose las raciones como posesos. En diez minutos no quedaba ni atisbo de comida, como si una famélica marabunta hubiese pasado por el lugar. Como alguien muy conocido y docto dijo: “En dos palabra im-presionante”

Acabamos como todas las noches, a las diez en la cama soñando con rollitos de primavera y angelitos negros bailando mientras Machín los jalea con sus maracas.

A la mañana siguiente, esperando el bus del hotel que nos ha de llevar al aeropuerto y, una vez entregada las llaves de la habitación, al liquidar la cuenta, tenemos una pequeña discusión con la encargada, discusión que refleja perfectamente el carácter del trabajador asalariado peruano: muy servicial y trabajador pero inamovible en sus directrices laborales. No se sale del camino marcado ni aunque lo maten a palos. Relato con imparcialidad suiza lo acaecido

En las habitaciones hemos consumido dos botellitas de agua de las más pequeñas, de esas que suele haber en los mini frigoríficos de los hoteles  La chica de recepción nos dice que son 6 soles y le comento que tenemos cinco invitaciones por valor de quince botellas y que no las hemos podido utilizar ya que el restaurante del hotel permaneció en el día de ayer cerrado por limpieza, que se las entrego y listo. Compensadas las dos botellas gastadas por las quince sin utilizar. Negocio redondo para el hotel.

- Eso no puede ser señor, las botellas de agua de la habitación y las del restaurante tienen un código distinto. Son seis soles, señor
- ¿Un código distinto dice usted? ¿Qué significa un código distinto? Señorita, son exactamente iguales. Clones idénticos.
- Lo siento señor, pero me tiene que pagar las dos botellas. Ordenes de la dirección del establecimiento.
- Bueno, pues deme usted las quince botellas correspondientes a los vales, yo subo a la habitación y pongo dos en el frigo, regalo las otra trece y todos contentos.
- No puede ser, porque tienen código distinto
- ¿Qué leches es eso del código? ¿O, acaso, se refiere usted a que las del frigorífico estaban marcadas en el tapón con una X con un rotulador de tinta indeleble?
- No lo sé señor, pero la dirección no permite ese cambio que usted propone. Le repito que son seis soles. Si no lo abona usted, señor, me lo quitan de mi sueldo.

Quince minutos con el mismo discurso y no hay forma. Botellas para arriba, botellas para abajo, códigos, rotulador, dirección… Mientras, en la recepción, el botones, el chofer que nos ha de llevar al aeropuerto y algún que otro huésped siguen disimuladamente la discusión, expectantes ante el imprevisible desenlace. Encima me chantajea emocionalmente con eso de que se la van a quitar de su sueldo, y eso ya hace que tire la toalla antes de que me derroten por KO técnico.

Al final, viendo que aquello es como dirigirse a una pared o argumentar frente a un koala, y que no llegamos a tiempo al embarque, claudico  y me presto a pagarle cuatro soles que es lo que llevo suelto encima. Mi interlocutora, suspirando, acepta no sin algún meneo reprobatorio de la cabeza.

Muy digno, me vuelvo, llamo al botones y al chófer y, en voz bien alta para que todo el mundo se entere, le regalo los cinco vales encomiándoles encarecidamente a que esa tarde se zampen cinco copazos como cinco soles a nuestra salud.

Al aeropuerto y para Lima.





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